Friday, May 06, 2005

Mangos en Temporada

Estaba saliendo de la oficina cuando Pepe habló para cancelar nuestro ya viejo plan del bar de Sanborn’s y demás. Son peligrosas las tardes en las que me encuentro sin nada que hacer a las 5:30 pm. Para evitar más deslices, pensé en mis opciones: café con alguna amiga, ir al gym o regresar a la oficina. Me sentía un poco rara, así que ninguna se me antojó. Ante la ociosidad, mis dedos marcaron el número del Colombiano en el celular. Al segundo timbre, colgué: imposible verlo sin haberme depilado. Hice cita con Blanquita y di vuelta en U para dirigirme al salón, y me pasé un par de horas aguantando los jalones mientras pensaba en que ponerme el viernes en la fiesta de Ana.

Blanquita acabó rapidísimo y regresé a la casa. ¡Que sorpresa encontrar una canasta con mangos en la cocina! Supongo que Mary decidió que nos hace falta comer fruta fresca, ya que si por mi fuera, mi esposo y yo comeríamos sólo la que viene en el pastel de navidad. De muy chica me gustaba comérmelos como me enseñó mi abuelo: despacito y sin que se cayera una sola gota. Pero eso fue hace mucho y en esta ocasión hice récord: me abalancé sobre el más amarillo, le clavé el tenedor, lo pelé rápidamente y no supe de mi hasta que pasó Mary a despedirse: “Ay señora, no se preocupe, mañana le lavo la blusa, esas manchitas de mango salen de volada” (yo seguía masticando) “Que milagro verla tan contenta, eh...”. Se fue y me dejó pensando en que, en efecto, otra vez tenía la sonrisita de quinceañera que se dibuja en mi boca cada vez que me acuerdo de Leo. Claro, ni ella ni nadie tendrían porqué saber la historia de Leonardo y los mangos.

El recuerdo de Leo me llevó a subir corriendo a buscar las cartas que nunca le entregué, escritas en papel morado cuando mi vida consistía en pensar en él todo el tiempo, esperando que alguna de las llamadas que corría a contestar fuera la suya. Nunca me habló, pero hasta la fecha estoy segura de que lo nuestro era... predestinado; podía definirse como una conexión cósmica. Nunca me buscó porque no supo cómo manejarme, por eso sólo nos besábamos cuando coincidíamos en alguna fiesta. Y fue precisamente en una fiesta de Ana cuando él, para convencerme de irnos a un motel, se salió con la más ridícula comparación: “imagínate que ves un mango perfecto, ¿te quedarías con las ganas de comértelo?” Me estaba riendo otra vez cuando oí que llegó mi esposo; guardé todo y me aventé a la cama a hacerme tonta con el libro de la escritora chilena. Después de un rato llegó al cuarto y algo me estuvo contando de las broncas que trae con Pepe y los demás socios mientras yo seguía añorando las maripositas que sentía cada vez que encontraba la mirada de Leo en mi. Mi esposo me hizo volver con un “¿Qué tienes?”, se conformó como siempre con mi cansancio y apagó la lámpara. Estuve un buen rato viendo el despertador. Leo, Pepe; hoy el Colombiano pero cualquier otro hace dos meses... miraba la cara de mi esposo en la obscuridad, tan diferente a la de cualquiera de ellos. Empecé a asquearme hasta que encontré en sus ojos cerrados la comprensión que ha tenido desde que nos conocimos. Sus palabras son como aspirinas. Él entendería. Son las concesiones que me dio en silencio al quererse casar conmigo después de explicarle tantas veces que sólo lo veía como un amigo. A obscuras busqué mi cajita de antiácidos, “¿Otra vez tu estómago?” preguntó y me pasó su botella de melox. Me quedé pensando que ya no existía misterio entre nosotros, que nunca ha existido.

Pensaba si Pepe sabría que me da acidez en la noche. Creo que prefiere no enterarse, así como yo no quiero saber de su cada vez más frecuente mal humor ni de sus domingos de americano ni mucho menos de cómo mi esposo le ayuda en el despacho. Esos asuntos se los dejo a su esposa; yo prefiero sólo unas cuantas horas de buena conversación y vestirme en cuanto siento que ya no tengo nada más que decir. En cambio, con Leo siempre quedaba algo más que decir. Cada conversación era un cachito de mi vida disfrazado: sólo él sabe que mi abuelo me convenció de que los mangos caen pesado si todavía no es temporada de lluvias. Eso le contesté cuando en aquella fiesta de Ana se comparó con un mango, y así pospuse nuestra relación indefinidamente.

Aproveché el insomnio para escribir en la palm de mi esposo un recordatorio de la fiesta de Ana. Cada cumpleaños, nuestra amiga inventa algo novedoso para reunirnos a todos. Hay una foto en una de disfraces que hizo en Primer Semestre, cuando apenas nos conocíamos, en la que salimos todos: Pepe y mi esposo brindando con máscaras de Salinas y Cárdenas, la novia de Pepe aburridísima sin disfraz, yo de diva de los 50’s y en una esquina Leo de colado presumiendo su impecable versión de Hendrix. Ya en esa época, ante la indiferencia de Leo, empezaba a pensar que compartir gustos y carcajadas con Pepe era la mejor opción; sólo tenía que esperar a que se le pasara el capricho de la noviecita. Mi peor error fue quedarme esperando; estar con mi esposo fue la única manera que encontré para poner cara de no-pasa-nada cuando se tuvieron que casar.

Apagué la palm quedando totalmente a obscuras. Estoy segura de que este año, la fiesta de Ana va a acabar en lo mismo: el mundo desconectado mientras Leo improvisa una invitación como la que hizo hace diez años a través de un mango. Me encantaría, pero ya tiene tiempo que pasó la temporada: ahora no veo entrada en mi mundo para un hippie retirado y no me imagino pasando con él la tarde escondida en un bar de Sanborn’s, o nuevamente pegada al teléfono esperando su llamada. Lo nuestro era una conexión cósmica y lo que nos tocaba era cambiar juntos el mundo; ahora los escenarios de la que hubiera sido la historia ya están gastados y nuestras propuestas ya ni están vigentes. El melox hizo efecto rápido, pero algo diferente no me dejaba dormir; después de un rato empecé a sudar frío, una conocida sensación en la boca me hizo correr al baño y acabé vomitando.

Miraba el borde del agua mientras hacía memoria para contar días y pastillas. Sí podía ser consecuencia de un descuido con el Colombiano. Con la esperanza de que los mangos me hubieran caído mal por todavía no ser época de lluvias, bajé a la cocina por un vaso de agua. En la mesa encontré la canasta medio vacía, como una post-it para no olvidar que desde que entendí que con Leo se pasó la temporada, nunca más me he quedado con las ganas de un mango.

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